martes, 15 de abril de 2008

La Guerra de Los Puertos

Sergio Espejo Yaksic
Revista Capital
4 de Abril de 2008


Un paro en el Puerto de San Antonio sirve de preámbulo a la ya dilatada batalla que libran entre sí los puertos de Valparaíso y San Antonio por obtener luz verde para desarrollar nuevas licitaciones. El conflicto escala en las páginas económicas de la prensa, ésta anticipa las conclusiones de un panel de expertos convocado especialmente para proponer una política portuaria y el Presidente del Sistema de Empresas Públicas (SEP) es removido de su cargo. Entre tanto ruido me parece indispensable tratar de enfocar la discusión.

Lo que está en juego

En 1998 Chile tomó una decisión estratégica audaz. Una ley dictada ese año inició una agresiva política de concesiones de puertos optando por el sector privado como motor de las inversiones del sector.

El éxito de la reforma es evidente. En un país cuya economía es sostenida fundamentalmente por el comercio exterior, con montos asociados que se han incrementado desde algo más de US$30 mil millones el año 2000 hasta superar los US$110 mil millones en 2007, la capacidad de transferencia de mercaderías a través de las fronteras resulta fundamental. En nuestro caso, dicha capacidad descansa de manera crítica en los puertos: Más del 85% de los productos de exportación e importación se movilizan por vía marítima.

La reforma permitió financiar con capital privado el desarrollo de la infraestructura necesaria, así como hizo posible aumentar la velocidad de transferencia y reducir los costos de operación de los puertos.

En consecuencia, cuando debatimos sobre decisiones portuarias lo hacemos sobre un elemento central para el desarrollo económico de Chile.

Desde el punto de vista del país, lo importante no es si se licita primero San Antonio o Valparaíso, sino que contemos oportunamente con la infraestructura portuaria que nuestro comercio exterior requiere, a un costo que nos haga más competitivos.

¿Inventar la rueda?

Una de las razones que vuelve algo incomprensible la guerrilla de declaraciones entre los puertos es que la propia ley de 1998 resolvió de manera exitosa la manera de decidir inversiones. Si un privado está interesado en invertir en un puerto, éste último está obligado a llamar a una licitación. Si es el puerto el interesado en el desarrollo de inversiones, entonces debe también llamar a una licitación.

En otras palabras, la decisión de invertir debe superar el test de mercado más exigente, la disposición de privados a invertir recursos propios en un negocio respecto del cual tienen una expectativa razonable de ganancias.

El “modelo” resultó exitoso. La rueda, en este caso, ya fue inventada. ¿Para qué inventarla nuevamente? Las inversiones han fluido de manera continua y efectiva. El país ha contado con la infraestructura portuaria que ha necesitado y los costos de eventuales sobre inversiones son de cargo de los privados y no del estado.

Y cuando el mecanismo no ha sido utilizado, el mercado ha castigado esa determinación. A mediados del año pasado el SEP suspendió la licitación de Talcahuano. El directorio de la empresa fue removido por el solo pecado de estimar que sin licitación la infraestructura del puerto continuaría un curso de peligroso deterioro.

Fue un error. Si las inversiones no eran necesarias o resultaban poco rentables, entonces serían los privados quienes no participarían de ellas. En cambio, ahora es el estado quien paga el costo del error.

Tres meses después de la decisión del SEP y mientras el Puerto de Talcahuano continúa su lenta pero permanente decadencia, la compañía privada Puerto Coronel anuncia el inicio de la construcción de un nuevo muelle que transferirá 3 millones de toneladas al año. La licitación en el puerto público se justificaba.

Dejémoslos competir.

La discusión sobre las licitaciones en la Quinta Región es una oportunidad para enmendar el rumbo.

La evidencia indica que de no mediar inversiones el país enfrentará un cuello de botella en esta plataforma portuaria. Pero la forma de resolver esta cuestión no consiste en “elegir el ganador”, limitando o impidiendo a uno de los puertos el poder competir con libertad. Por el contrario, la regulación portuaria permite a San Antonio y Valparaíso jugar todas sus cartas para atraer la mayor cantidad de inversiones posibles de la manera más eficiente. Uno y otro tienen atractivos y virtudes más que suficientes para lograrlo.

Dejémoslos competir.

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